miércoles, 5 de agosto de 2015

Pálpito

La colación del bus en mi pecho adormilado, mi vecina comiendo distraída, la película sin audio en la pantalla del pasillo. Tengo hambre. Abro la caja y saco el galletón de chocolate, ¿galletón de chocolate?, ¡galletón de chocolate!. 
¿No hay galletas oblea de vainilla?, no hay galletas oblea de vainilla sino un galletón de chocolate. 

El jugo en caja es de durazno. No todo puede ser perfecto. 

Dos, tres mordiscos, no me dejan comer tranquila mis memorias con las obleas de vainilla.
¿Por qué las habrán cambiado?

Ya no hay comida y quiero volver a dormir, despertar en la ciudad de cuatro horas en el futuro y es un segundo antes de caer en sueños que lo sé; sé la razón por la que ahora hay galletón de chocolate y no obleas de vainilla. Es obviamente un experimento, quieren ver qué cosas comemos o no, con cuánto deseo y ganas. 
Otro intento para medirnos, numerarnos y clasificarnos (y para observar nuestras reacciones frente a una serie de compuestos químicos desconocidos que tal vez alteren nuestros genes y nos lleven hasta la muerte)