jueves, 26 de febrero de 2015

Sustito

Esta es la historia de cómo me comí mi propia alma, sí, tal cual. Una experiencia que, realmente, no le deseo a nadie ni por curiosidad. Pasó mientras patinaba, me caí de espalda y me pegué en la cabeza: no alcancé a gritar, como que se me quedó atascada la voz. Me levanté rapidito por la vergüenza y las piernas me temblaban, tenía la garganta como abierta y por más que inflaba y desinflaba los pulmones la respiración se escapaba por algún agujero de mi cuello. Tenía un vacío extraño en el pecho y aunque mi corazón palpitaba, no me sentía viva.
Entonces lo supe, me había tragado mi alma por casualidad, como quien se muerde la lengua en un descuido patético.
Fue terrible, humillante; me dieron ganas de llorar, pero no quería darle más importancia todavía.
Me sentí tan tonta, pero lo que más me dio rabia es que me comí mi alma por un sustito no más, y eso es tan,
tan,
tan poco romántico.

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