Si al panchito no le hubieran negado la teta de su santa madre cuando nació el catorce de agosto, su mamá, que había preparado el parto con anticipación tenebrosa, no habría terminado toda histérica con el asunto del escaso apego y el temor a los rituales celestiales. No lo hubiera obligado a ir con ella a todas las partes del mundo para reforzar tal tamañana ausencia y, por lo tanto, no habría conocido a la juanita en una de esas salidas rastreras a la iglesia del pueblo.
Y si no hubiera tropezado con la juanita, no se habría casado con ella en unos años más por presión de su mamaíta mientras se afirmaba del lecho de la muerte y una sábana cochina de vómito; y si no se hubiera casado con la juanita, jamás habría conocido a la Carmen, una prostituta que no podia hablar español pero que lo entendía a él más que nadie porque también había sufrido por las circunstancias de su nacimiento.
Pobre Carmen, pensaba panchito, al menos él podía culpar al doctor pero; ¿quién tenía la culpa que la Carmen naciera con un pene?
Daba lo mismo, decía la Carmen, que estaba juntando plata para arrancárselo. El panchito la apoyaba, a ella, el único camino del destino al que llamaba cariñosamente
decisión.
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