Todo empezó con la Antonia, había llegado tarde a clases y apenas arrastraba los pies por lo que parecía ser un resfriado, sus ojos se movían nerviosos, sin descanso ni foco fijo. El profesor lo notó, se acercó preocupado cuando pasó por su lado.
—¿Se encuentra bien?
Sagrada e inútil frase, política, obligatoria. Las cosas obviamente no iban bien para ella, que dejó caer su mochila para doblarse sobre su abdomen y abrir la boca en medio de arcadas que no producían más resultado que unos sonidos que hicieron levantar un murmullo y a dos compañeros decididos a ayudarla.
Intentaron explicarle que sería mejor llevarla con la monja que atendía la enfermería, pero ella se lanzó al suelo y comenzó a retorcerse en él mientras gritaba que la mataran.
De todas las cosas, quería morir.
Me levanté de mi asiento con un nudo en la garganta y caminé hasta el alboroto, sin tener idea de cómo ayudar, como siempre, solo sentí que debía ir. No caminé ni dos pasos cuando la chica se quedó en silencio, acostada boca abajo en el suelo. El profesor se agachó a tomarle el pulso y una mano se cerró entorno a su cuello.
—¡Soy yo o el viejo, que alguien me mate, maldita sea!
Estaba llorando y nadie se movía. La Anto, como la llamaban todos, comenzó a retorcerse otra vez, dejó ir al hombre de cincuenta años en medio de chillidos y maldiciones.
De pronto, empezó a crecer. Allí, en la sala donde estudiábamos todos los días, había una chica haciéndose más y más grande hasta que la ropa se hizo trizas en un doloroso sonido de frustración. Empezamos a retroceder, asustados todos, no hablábamos. Silencio sepulcral. Cuando su espalda encorvada tocó el techo, su cuerpo empezó a encogerse, o más bien, la piel comenzó a pegársele a los huesos: a diferencia del pellejo y los músculos, las costillas no cedían tamaño, al contrario, se pronunciaron más y más en medio de los gritos de agonía de los treinta compañeros que asistíamos al colegio católico de la guadalupe. Aun así, ni todo el espanto sumado y concentrado en un botella podría jamás asemejarse a lo que Antonia estaba sufriendo, probablemente.
Las costillas terminaron por perforar sus costados y entonces quedó ella con unos huesos humeantes a cada lado del tórax. Lloraba, pedía que la mataran y pronto, no paraba de repetirlo.
Los demás miraban. Todos estábamos mirando.
Los demás miraban. Todos estábamos mirando.
Entonces las costillas comenzaron a desplazarse hacia atrás, como si fueran plásticas. Antonia pareció entregarse a una inconsciencia dulce cuando estas se abrieron y movieron hasta quedar en un ángulo de noventa grados con respecto a la columna, podíamos ver el interior de su cuerpo, un chico tuvo la idea de sacar su celular.
Hubo un momento de calma, pero apenas un murmullo se atrevió a alzarse. Cuando el sentido del tiempo volvió, los huesos sonaron: se doblaban sobre sí mismos y cuando volvieron a estirarse para mostrarse en toda su gloria, estaban articulados.
Ella se levantó y se sacudió las rodillas, como si nada grave hubiera sucedido; la piel en sus costados creció de la nada y frente a nuestros ojos, y cuando los apartamos de las costillas, florecían en los huesos plumas blancas. Como hojas en los árboles a la llegada de la primavera.
—¡Buenos días!—Dijo, animada.
Nadie habló, ¿qué ibamos a decir?
—Comprendo.
Aplaudió y en sus manos había ahora una M4A1. Como si nada, empezó a disparar.
—Este es el apocalipsis, mis queridos—Gritó. Los del frente fueron los primeros en caer en medio de un suspiro colectivo, cuando se fijó en mí y los del fondo, echaron la puerta abajo. Era otra chica con alas.
—¿Y?
—Me demoré un poco, pero ya casi.—Y nos volvió a apuntar, al lado mío, Juan se tiró al suelo y empezó a rezar un padrenuestro tan fuerte como pudo, una de las aladas se atragantó a carcajadas mientras la Antonia lo miraba con compasión.
—Hace rato que ese está muerto.—Las balas lo atravesaron. A mí también.
La sangre corría de mi hombro, la sentía tibia empapar mi cuerpo de costado en el suelo, la sentía enfriarse y edurecerse en mi blusa escolar que mamá cloraba todos los domingos.
Terminó así: cuando nos vieron a todos adornados de rojo, se abalanzaron sobre los cadáveres y comenzaron a arrancar mordidas de las carnes crudas y aún tibias, algunos gritaron, todavía paseando en el umbral de la muerte mientras yo rascaba mi herida con el dedo índice. Ya no había dolor humedeciéndome el cerebro, pero tenía la determinación de morir sin ver cómo me hacían pedazos; para no gritar tanto como la Antonia, cuando se dio cuenta que algo raro estaba pasando y que tenía muchas ganas de perforarnos a balazos a todos nosotros, los que el día anterior le habíamos dicho bettylafea.
¡¡Era en buena, Antonia!!
Los lentes y los frenillos están de moda.
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