domingo, 22 de junio de 2014

La muerte del libro

Ella vive en Santa Marta, por Talgante, allá cerca del basural o como en la tele a veces le dicen: "relleno sanitario". No es tan malo como parece, se suele decir al levantarse cada día a las cinco de la mañana, cuando tiene que despertar a los niños para que vayan al colegio y al marido para que vague otro día en busca de algún trabajo esporádico.

Se queda sola en la mediagua que consiguieron arrancarle a la municipalidad con todo esto del terremoto hace un par de años. Tienen dos. Entonces se hace una marraqueta con margarina y se va al basural en donde se pone a buscar cualquier cosa que pueda ser útil para ella: antes, cuando era más joven, solía venir a recoger cartas; desde las cuentas de luz hasta testamentos de amor empalagoso y prometedor, le gustaba imaginar a los dueños y escribir hisorias sobre ellos, también establecía conexiones entre los difentes destinatarios y remitentes, que casi siempre terminaban siendo una gran familia. Una vez hasta había subido a esos barrios medios pitucos a tratar de conocer más de cerca a uno de los remitentes de la carta más romántica que había leído jamás, pero el guardia de los departamentos no la había dejado ingresar y ella se había tenido que conformar con el Jorge, el príncipe azul que tenía más a la mano y el que le había puesto a la Josefa en la guata.
Últimamente (años recientes), ya nadie se manda de esas cartas tan embarazosas a las casas con todo eso del internet, pero todavía podía hallar entre los cuadernos de los escolares pequeñas notas y dibujos que delataban un amor pasajero, denunciaban un profesor aburrido y prometían amistad eterna. Le encantaba. A veces encontraba poemas a medio completar y ella se encargaba de terminarlos con su letra temblorosa y pequeña, recolectaba todos los papeles que podía y los guardaba en una caja plástica media derretida al costado de la casa, también llegaba con ropa remendable para que el esposo no le dijera que había perdido el tiempo todo el día.

En las noches la familia pedía comida y ella se las arreglaba con lo poco que tenían, cuando le preguntaban qué había hecho ella durante la tarde (si es que lo hacían), ella decía que nada, con una sonrisita estancada en la garganta.
Eufórica con su secreto.

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