—¿Y tú, quién eres?
La culpable de que te atropellaran, iba a decir, pero su mente se volvió un caos. Los recuerdos tiraban de su cerebro, llenándolo de las imágenes de ese día una semana atrás: cuando caminó donde y cuando no tenía que caminar y la moto se acercaba tan rápida como para quitarle la vida, pero tan lenta como para que la estúpida esa que iba atrás suyo la tratara de empujar hacia adelante y hacer de príncipe azul. De película.
Lo increíble: el absurdo plan que cruzó por la cabeza de su amiga había funcionado; incluso le dejó un cálido abrazo de cicatrices, tres días inconscientes y dos semanas de observación bien resetadas, de las cuales había transcurrido una. No había ido a visitarla, no solo porque estuviera atrapada en un fango de miseria, sino también porque no quería mostrarle su cara de arrepentimiento, ni quería pedirle disculpas mientras en su cabeza daba vueltas la idea de la muerte salvadora y la vida esclavista; pero por sobretodos los "no quiero", no quería que al verse mutuamente a los ojos viera algo más que la muerte rondándole el deseo. No ahora, mucho menos ahora. Pero terminó apenas supo que había despertado, terminaba en la entrada del dudoso hospital municipal, y hoy había subido hasta el pabellón que compartía con otras seis personas.
Y eso no es todo, el pánico y el miedo también hacían su parte porque, sorpresa: sí había muerto, y de la manera menos deseada: olvidada.
—¿Dis...culpa?—Transpirando, su piel entera la ahogaba.
—Que quién eres—Levantó una ceja.
—¿No...no me reconoces?—Preguntó temblorosa, con deseos de llorar, de matar su cuerpo, de agacharse hasta desaparecer, de crecer hasta inmolarse en el sol...tenía muchos deseos. No pudo mirarla a la cara.
—¡Claro que sí, era una broma, una broma!—Lanzó carcajadas estrepitosas mientras alargaba un abrazo. Ella, casi invisible de pura voluntad, no solo se quedó callada para no llorar, sino también comprendió que la muerte estaba sobrevalorada hasta el espanto.
La otra, que apretaba el cuerpo de respiraciones quejumbrosas contra el suyo, miraba con preocupación el techo. De verdad no tenía idea de quién era y no recordarlo la ponía triste; casi tan triste como a ella, que lloraba sin saber pero presintiendo la pérdida que ambas estaban destinadas a padecer.
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