En un lugar de Santiago que ya no recuerdo, hace muy poco tiempo que vivía una mujer cualquiera, de las que permanecen solteras, pero viven soñando con su príncipe, de las que se entregan al trabajo y a los bombones por las noches, de cuerpo entrado en peso, de gestos pesados, exreguetonera y expokemona, excualquier-tribu-urbana-que-te-puedas-imaginar, ex.
Vivía sola en un apartamento del centro, y se pasaba los días deleitándose con la lectura de ese género que tantos suspiros y alegrías despertaba en su corazón y decíase, "algún día encontraré a un hombre que me haga lo mismo que Christian Grey", y así enloquecía la pobre mujer, diciendo y leyendo esas cosas que tan acalorados mantenía a los viajeros del metro y a los ingresos de las librerías.
Fue un día de fiebre y de bellas alucinaciones en que decidió que el mundo necesitaba de un Christian Grey, de un miltumillonario machista que saliera a darle tunda de amor a las mujeres desprotegidas: víctimas de la sociedad y el sistema capitalista, condenadas a estudiar una carrera que no les daría nada más que apollas en los pies por usar tacones altos.
Así fue como salió al centro comercial más cercano y se vistió por entero de formal, con una marca cara-cara, aunque apenas tenía para pagar el arriendo y alguna comida rápida semanal. El traje le quedaba estrecho, pero suelto de entrepierna, y de todas las corbatas, eligió una de grandes lunares rojos sobre un fondo blanco; se cortó el pelo pulcramente, poniendo una basinica en su nuca; se rebentó los granos con una pinza de depilación, y como no tenía helicóptero, se robó una bicicleta y salió en busca de damiselas en peligro.
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