jueves, 14 de febrero de 2013

The good gentleman


Él era un  buen hombre,  todo un caballero, atento y amable. Le daba un beso a su esposa antes de partir al trabajo, ayudaba a los niños con las tareas y se enfrentaba a la congestión vehicular con una sonrisa en la cara y optimismo.

Todos sus alumnos lo respetaban, escuchaban sus clase con atención y la mayoría terminaba su pequeño curso hablando inglés fluidamente.

Era ordenado y gustaba de la rutina, de tomar un café a las nueve y media de la mañana, a las cuatro de la tarde.

Tenía un traje para cada día de la semana y corbatas con estampados que le habían dado una fama no deseada al interior de la prestigiosa institución educativa.

Muchos envidiaban su tolerancia y tranquilidad, trataban de molestarlo o espiar en su pasado para sacarlo un poco de quicio y mostrara así lo peor de sí. Nunca les resultaba, terminaban simpatizando con el buen hombre, lo invitaban a los almuerzos domingueros de diferentes familias, en donde se encargaba de lucir sus artes culinarios y sus bien educados hijos y esposa.

Los más perspicaces, que no superaban los números de una sola cifra, se resistían a estar cerca de él, porque personas tan perfectas como esa son los que esconden los peores secretos, se pudren por dentro mientras muestras su brillante caparazón al sol de la sociedad.

Cuanta razón tenían.

Pero él era un caballero, y no mostraba sus defectos  al público, ¿para qué?, prefería vivirlos clandestinamente, con los ojos cerrados, en la oscuridad de su oficina o en la sala de clases cuando tenía que enseñar hasta tarde. Los olvidaba mientras conducía su pequeño y confortable auto a casa, relajado y contento como siempre, saludaba a su esposa con un beso en los labios y les contaba un cuento a los niños antes de irse a dormir. Uno de princesas perfectas, de finales felices, de mundos alegres donde las buenas intenciones siempre ganaban a las malas. Los niños le preguntaban si esos lugares existían y él decía que sí, que miraran a su alrededor, ¿no estaban su madre y su padre viviendo felices para siempre? Los niños dormían con una sonrisa en la cara.

Ellos no tenían por qué enterarse de lo que hacía al final o al inicio de su jornada laboral. No tenían por qué conocerla a ella.

No recuerda su rostro. Lo ve por el fugaz momento que duran sus encuentros sobre la mesa, en el piso o en una silla cualquiera, y cuando trata de reconocerla en el salón de clase no puede. Pero era mejor de esa manera.

Comenzó por casualidad, ella había entrado a su oficina a pedir que le subiera una nota, él dijo que no, pero ella confundió sus gestos y sus palabras y terminaron haciendo esas cosas que en catecismo, frente al grupo de neófitos cristianos, siempre condenaba. No le subió la nota, y ella tampoco reclamó.

Ese tipo de situaciones comenzaron a hacerse más  habituales de lo que le hubiera gustado admitir.

Siempre pensaba en escusas para negarse, para evitarla, pero ella venía como una tormenta a él, arrasaba con todo a su paso hasta que él cedía desnudo, y una vez que hubo cierto patrón en esos pequeños deslices, dejó de sentir la angustia de un principio.

Comenzó a disfrutarlo.

Comenzó a disfrutar ese pecado que ningún caballero debe disfrutar.

Le gustaba apretar sus muslos gordos, sus muslos flacos, sus brazos flácidos, sus brazos firmes, le agradaba las diferentes expresiones que ponían sus ojos multicolores, azules, verdes, cafés, pardos, marrón, rojos, a veces negros, morados, amarillos, fuccias. Le encantaba su risita aguda cuando terminaban de hacerlo, su sonrisa ronca, el llanto que a veces lanzaba. Tuvieron su primera vez muchas veces, ella regresaba a su estado de virginidad de vez en cuando solo para fastidiarlo, ciertos días debía forzarla, otras, ella le rogaba en el pasillo, hubo dos ocasiones en las que ella quiso jugarle una broma, diciéndole que estaba embarazada, pero esa no eran cosas que un hombre correcto debiera tomar en serio. Un día lo amenazó de muerte, otro, lo chantajeó, pero eran pequeños detalles, la mayoría de las veces gozaba de su cuerpo cambiante, de ese cara alargada, de esa cara redonda, de su pelo corto, de su pelo largo, de su pelo peinado, igual de multicolor que su mirada.

Quizás es por su forma indefinida que nunca se acuerda de su rostro, entra a la sala y se dedica dos o tres minutos a buscarla, a tratar de identificarla, tiene ligeras sospechas, de la señorita que se ríe al fondo de la sala, de la chica que trenza y destrenza sus pierna nerviosa, de la niña que no deja de mirarlo en toda la clase, aun cuando sabe que está hablando cosas sin sentido.

Enviaba a otra persona a tomar las pruebas, otro acto caballeresco, pues no sería apropiado reconocerla justo cuando entregara la hoja de respuesta. Pero siempre terminaba sabiendo cuál era su prueba, porque lo único que escribía ella, o leía él, eran palabras como mesa, sexo, cuerpo, labios, sudor, amor. Ese tipo de palabras que él consideraba seriamente como profanas, y que debían sacarlas de los diccionarios y publicidades porque conducían al hombre a la destrucción.

Era el único momento en que sentía un poco de desesperación, le preocupaba que su esposa leyera esa prueba maldita, que descubriera las cosas que hacía con esa alumna misteriosa, el tipo de cosas que un caballero no debiera hacer. Entraba en pánico y se apresuraba a colocar la nota máxima apenas vislumbraba algunas palabras de su lista negra, y para no caer en el engaño, formulaba preguntas que no requirieran ninguna de esas composiciones letradas del demonio.

El problema empezó cuando hubo no solo una nota máxima en el ramo, difícil por lo demás, sino que comenzaron a abundar, dos, tres… hasta diez mujeres comenzaron a sacar el puntaje perfecto, se hizo demasiado notorio, pero él nunca comprendió por qué.

¿Cuánta malicia puede existir en las personas?

Además, indagar en ese tipo de asuntos psicológicos, no eran tareas de un caballero, siempre amable, paciente, bien arreglado y dispuesto a todo.

De un día a otro llegaron los reclamos, primero de los varones, luego de las mujeres y finalmente, de los apoderados.

Su esposa lloró por meses. Sus hijos tuvieron que crecer.

Él se vio obligado a ir a la cárcel. Así sin más. Un juicio rápido. Él no quiso contratar a un abogado, porque los caballeros se defienden por sí mismos.

De vez en cuando, la alumna amorfa iba a visitarlo con todas sus personalidades, a veces se dividía en dos o en cuatro, le llevaba comida y le pedía llorando su perdón, otras, le escupía y los gendarmes debían alejarla de él. En dos ocasiones vino con un niño que declaró como su hijo, pero él no la tomaba en serio. Escuchaba pacientemente, en silencio, con una sonrisa amable en el rostro, respondía lo que sabía que ella deseaba escuchar, porque él es un buen hombre, un caballero, y debe actuar como tal todo el tiempo.

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