Ella es la 34, él, el 35. Sus departamentos quedan uno al lado del otro y por ellos se conocen.
El edificio no es el más lujoso, ni está bien ubicado, al contrario: la construcción está por caerse y es un barrio complicado, sale en la tele todos los días, así de mal. Ambos habían comenzado a vivir allí cuando recién se independizaron de sus padres, y aunque ahora ganaban dinero suficiente como para huir de ese lugar no lo hacían.
Porque él era el 35 y ella, el 34.
Sabían del otro tanto como los horarios se lo permitían, salen a la misma hora para colgarse de la puerta de alguna micro rellena, se saludaban cordialmente con una sonrisa nerviosa y cuando solo hay lugar para uno en el transporte, se pelean por cederse la suerte. Ambos visten trajes azul marino para ir a sus trabajos, pero ignoran lo que hace el otro para pagar el arriendo del lugar, los dos tienen gatos y dos veces han tenido una camada con la cual no saben qué hacer. No se ven en la tarde, llegan a distintos tiempos.
Pero él sabe que ella llega primero, porque cuando entra a su casa, puede escuchar la radio a todo volumen, él no prende ningún aparato, porque le basta con esa voz desafinada. Incluso la disfruta, imagina que viven juntos.
Ella no conoce la edad de él, pero calcula unos treinta y pocos, parece un ser silencioso y no tiene muchos amigos, solo ve a dos hombres visitarlo con regularidad, se los encuentra en el pasillo o en la recepción, y aunque muchas veces había querido acercarse a él, para hacerle compañía, nunca se atrevía. Prefería cantar bien fuerte durante las tardes y escuchar su risa al otro lado de la pared, imagina que viven juntos.
Están enamorados el uno del otro.
No puede haber otra explicación.
Cuando ella termina de desayunar más temprano de lo habitual, se demora buscando las llaves para cerrar la puerta, hasta que él se asoma con cara somnolienta del interior de su departamento, no le importa que nunca hablen camino al paradero. Él hace un montón de ruido cuando van hombres a la casa de su vecina, prende la licuadora, la tele, el computador y la radio, todo al mismo tiempo hasta que alguien iba a reclamarle o a amenazarlo con los puños, generalmente era el mismo tipo que iba a visitarla a ella. Misión cumplida. No le importaba sentirse estúpido al otro día cuando le veía la cara, no le preocupaba que ese tipo de actos fueran ya demasiado obvios.
Apagan la luz a la misma hora, los dos ven las noticias en el canal cuatro, toman una copa de vino antes de dormir, le rezan al ángel de la guarda por costumbre, piensan en el otro por un momento, sin darse cuenta, y cierran los ojos cuando el reloj del velador dicta más de las una de la madrugada. Pero eso no lo saben.
Se despiertan en el medio de la noche, al escuchar un gemido o un grito de molestia, saben que es del otro y se asustan, ella teme que el 35 se sienta solo, el teme que la 34 tenga una pesadilla, se acercan a la pared con cautela, saben que el otro duerme o agoniza al otro lado de la pared, tienen miedo de descubrir que sufren y no poder hacer nada, juntan las orejas calientes con la delgada y fría muralla, les recorre un escalofrío. Se alejan sorprendidos cuando escuchan una leve respiración al otro lado. Sueltan una risa al mismo tiempo. Eran ellos mismo los que habían gritado con algún remordimiento, pero, ¿al mismo tiempo?, que locura, será que es el destino, o alguna cuestión mitológica en la que no creen, frente a la cual tiemblan. Tocan la pared una serie de veces, con ritmo, imitando una carcajada. Vuelven a la cama contentos.
Al otro día se miran las caras, pero no dicen nada, esconden esos pequeños encuentros a través de la pared de ellos mismo.
Algún día se hablarán. Pero por ahora, se conforman con sentir el aliento del otro, a través de la frágil muralla.
¿Por qué no se hablan?
¿Qué es lo que esperan?
Cuando dejen de tener miedo, cuando dejen de soñar con el otro, algún día, dejarán de ser sus nombres un número, sus personalidades, cualidades arbitrarias.
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