¿Qué es una princesa?
Wikipedia dice que es un miembro de la aristocracia reinante o de una nobleza que forma parte de ella. Título asociado generalmente al descendiente del monarca.
Pero ella no es hija de ningún rey, ni vive en un reino lejano en la sima de una bella colina; ella vive en una ciudad promedio, en una casita bien amueblada, en un barrio seguro y de limpia aparencia, tiene un auto aunque no sabe conducir y un jardín muy colorido que saluda al sol todos los días que este se da el lujo de aparecer. A ella no parece faltarle nada, sonríe cuando saluda y siempre lleva puesto un lindo y florido vestido, se tiñe las canas todos los meses y aún no le han salido todas las arrugas que a su edad debiera ostentar, solo las manos las tiene envejecidas, y es que hay miles de maneras de marchitarse, digo, de crecer.
No, no es una princesa.
¿Por qué me recuerda una?
No canta de manera afinada ni vienen los pájaros a posarse a su ventana, barre, limpia y cocina delicioso, pero eso no es un verdadero requisito para ser una princesa…¿o sí?
Tampoco tiene una malvada madrastra, ni dragones enormes que la vigilen, ni una bruja que quiere hacerle la vida imposible. La verdad es que, no tendría de qué quejarse.
No tiene cabellos de oro ni una figura escultural, debe depilarse cada semana y le llega la regla una vez al mes, a veces tiene ataques de ira y golpea las sillas cuando cree que nadie puede verla, pone la radio romántica a las nueve de la mañana, a veces, eso es lo más grave.
Tal vez la creo una princesa por el tono que adquieren sus ojos cuando está a punto de ponerse el sol: del color de la espera inútil.
Sí, algo esperaba de esa calle calma.
Algo que nunca llega.
Tal vez un príncipe, alguien que la libere de esa torre.
Una torre, sí, aunque no fuera alta ni de maciza piedra, aunque no estuviera rodeada por un pozo infinito ni escondida entre montañas, podemos decir que es una torre: es una torre porque no puede dejarla tan facilmente, es una torre porque no puede dejarla en absoluto.
Lo que parecía ser una vida familiar en un casa bonita, en un barrio tranquilo, en una ciudad pequeña, se había transformado en un cautiverio.
Y todos los días esperaba al príncipe, porque eso hacen las princesas: esperar.
Tal vez debamos culpar a Disney. Llamarles y decirles que tenemos una princesa de verdad para ellos. Que espera, que llora, que finge, que canta (aunque no muy bien), que quiere reclamar por la gran estafa que ha sufrido por su parte. O tal vez deberíamos golpearnos unos a otros por malinterpretar a Disney.
Nunca hay un culpable.
Nadie tiene la culpa de que ella sea una princesa y esté cautiva en la torre más alta que jamás se haya visto, tan alta que ni ella recuerda como llegó allá, tan alta que teme que solo le quede saltar y morir, tan alta que a menudo piensa en morir: cuando llega el apagón del día y no ha pasado nada nuevo.
No hay rastros del príncipe.
Y ella sabe que no debería tener esperanzas, ella sabe que no llegará, porque la torre es mágica y engaña a los transeúntes, porque ella es una princesa y solo muestras sonrisas, porque no hay hadas madrinas en el siglo XXI, porque nadie tiene conocimiento de su existencia en un mundo de millones de habitantes, porque todos creen en ese jardín bien iluminado y en la impecable pintura de la casa, porque nadie la ha escuchado llorar, porque es su príncipe el que la ha encerrado, aquel día cuando pensó que él pondría junto a sus firmas el anhelado “vivieron felices para siempre”
Siempre es mucho tiempo, y ella quiere que acabe ya, pero es una princesa: callada y cautelosa. Una mujer que confundió los dones y ha olvidado lo que realmente desea. Ella es una princesa y espera, encerrada en una torre que nadie puede ver.
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