sábado, 3 de octubre de 2015

En paseo ahumada

compramos guagüitas y merengues a quina cada bolsita, caros pero (¿a lo mejor son artesanales?) pagamos igual; tú guagüitas no merengues sí, yo guagüitas sí merengues también, yo sí. Me ofreces merengues apenas los desenvuelves a garra fracasada y colmillo vencedor.
Es blanco. Le doy una mordida y puedo saborear su antigüedad: no es artesanal, de hecho, fue sacado para volver a ser empaquetado, en bolsitas más pequeñas a quina cada una en un carrito de paseo ahumada. Está asqueroso, tiene demasiados recuerdos impregnados en la azúcar; sabe a guardado en caja de cartón de pedido del mes, a humedad y goteras en la casa, a peleas, a meses de rabia pero nunca de odio, a hija de quince años diciendo que está embaraza otra vez, sabe a ganas de dormir por las mañanas.
Quiero vomitar y sacarme todos los fantasmas de la guata, pero también quiero otro merengue; para saber qué pasó con con la hija que se ríe porque está embarazada, con las cajas y cajas de merengues para revender, para revender en bolsitas a quina cada una en un carrito del paseo ahumada. 

No importa: me quedé amarrada al suelo de mis reflexiones inútiles y tú ya estás a una cuadra de mis problemas, cuando te alcance, ya no habrán más merengues. De nada sirve volver y preguntar a la señora del carrito que cómo está su hija, y es tonto preguntarte qué viste mientras masticabas esas piedras dulces, no me dirás nada.
Te reirás de mí, de que cómo pude pensar por un momento que las guagüitas y los merengues podrían ser artesanales.