Emprendió una búsqueda para encontrar la naturaleza muerta, algo eterno que inspirara
su corazón para siempre, una llama que lo encendiera y
lo consumiera hasta dejar un grabado que
ocupara su lugar en
el mundo
de manera permanente. Algo
así quería.
Pero nada de lo que le rodeaba
estaba muerto, ni la tele con sus marionetas contentas, ni el
árbol hecho repisa
en
su habitación; en la
desesperación, pensó en
matar,
pero optó por visitar un cementerio
y allí no vio nada
muerto,
por
el contrario:
sintió los gusanos
retorcerse aun sin colocar su palma sobre el concreto frío y
el
mármol suave, los escuchó dando las gracias antes de ponerse a trabajar y comenzar a mordisquear la carne en estado
de liberación. El resto del cuerpo son recuerdos y deseos que se quedan enrareciendo el aire, haciéndolo tétrico; el cementerio está lleno de vida y como si no fuera suficiente, las
personas se pasean regularmente entre
los nombres, dejando flores o, simplemente, una mirada.
Perdió la esperanza
de su
peculiar búsqueda
pero no por mucho tiempo, la
encontró con
nombre y apellido; porque después de matar a su expareja, su mascota Flopi, al gato de la
vecina y a cuatro vagabundos a los que le ofreció refugio durante las noches frías de
invierno,
se
enamoró de una
niñita callada
a la que le dedicó un bello mes entero; en donde
repitió y alabó su nombre hasta que resonó en toda superficie con la cual él tenía que ver,
sus manos elevaron un trono de gracia y amor y ella presidió esa fiesta escuchando las
oraciones y votos de amor eterno y de dragones inocentes por vencer en un batalla absurda e
imaginaria. Esparció flores frescas a sus pies y
adornó su frente con guirnaldas de las fiestas patrias pasadas y con las coronas funerarias que pudo encontrar, mas, ella no se daba por satisfecha con esos homenajes, porque hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan y esas eran las que esperaba de él: porque el más hermoso adorno que podía darle era la piedad de
sus palabras, y la más bella corona que podía
depositar a sus pies, eran virtudes que no tenía y
tuvo
que inventar en la marcha. Los lirios
que ella pedía era la inocencia agonizante del corazón, y él se esforzó durante un largo mes consagrándose a su gloria, oh bella ninfa,
en hacerse un alma
pura y en conservarla sin manchas, en separar sus pensamientos, deseos y miradas aun cuando siempre estaba bajo la sombra del mal. La rosa cuyo brillo agrada a los ojos de esa mujer, es la claridad, el amor a la tierra y
a sus
hermanas el cielo y el agua. Él las ama a todas como si fueran miembros de la misma familia y
procura perseguir a quienes las dañan, convirtiéndolos en sus obras de
arte, un intento de
naturaleza muerta nunca perfeccionada, todo para vivir en la dulzura de
una concordia fraternal. En ese
mes bendito, procuró cultivar
su arte
con
más veracidad que
nunca, pero con humildad en su corazón, modesta flor que a ella le es tan querida; la gente que lo frecuentaba
podría decir que se estaba convirtiendo en un ser
puro, humilde, caritativo, paciente y
esperanzado, de hecho, eso le dijeron a los periodistas que fueron al
barrio donde vivía
luego que encontraron los
cuerpos. Pero, ¡oh mujer!, hizo producir en el fondo
de su corazón todas esas amables virtudes: estas brotaron, florecieron y dieron al fin
frutos de gracia, y a fin de mes él fue digno de una epifanía tremenda y esos ojos inertes de amabilidad no pudieron sospechar lo que él interpretó de sus manos extendidas y su sonrisa despreocupada. Él entendió que era a ella a quien buscaba, tan muerta y paralizada entre ese mar de partículas
vivientes
que le robó algo más que
el aliento.
Y el amor
es lo que importa, ¿verdad?.
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