Edvard Munch: "Woman in Three Stages", 1899. |
Las plantas están rebosantes de alegría, casi moradas de veneno y verdes como una lengua de largarto selvático; la tierra húmeda y el musgo negro trepan por las paredes y se arrastran por el concreto; el sol quema pero hace mucho frío.
Adentro los muebles parecen estar colgando de un fino hilo de pescar y da la sensación de que cualquier movimiento podría destrozarlos; quedaría tras ellos un estruendo y una cachetada de groserías, de palabras pesadas como el aire de esta pequeña ciudad, donde las paredes son gruesas y a nadie le importan realmente los gritos, porque todos están gritando al mismo tiempo.
La puerta se cierra: suena oxidada, vieja, de metal frío.
La puerta se cierra: suena oxidada, vieja, de metal frío.
Hay olor a madera quemada y hay polvo en las superficies vidriosas, huele a carne recocida, huele a perro mojado y a manzana fundida en el hierro de la cocina a leña.
El gato está gordo y el perro también, los hermanos están gordos y el papá también, pero ella está en los huesos: mamá está delgada y ojeroza y su color es el de la nueve que nunca hemos conocido, el de las estrellas lejanas y luminosas, como su sonrisa de bienvenida. Mamá está delgada y desaparece entre las personas y entre las telarañas imaginarias y las moscas lapidadas en el techo bajo, mamá está desapareciendo lentamente: está haciéndose transparente y su voz es cada vez más fina, y más calmada, desaparece entre sus propias arrugas y su entrecejo fruncido, entre su cabello oscuro (siempre oscuro), entre sus manos callosas y acalambradas, entre dolores de espalda y de cabeza, entre lágrimas silenciosas y quejidos bromistas.
Pero las plantas están verdes y el resto de la familia está gorda, porque en esta casa se come bien y no entran las hormigas. En cada rincón hay una araña y el viento voló el techo del segundo piso, las maderas se quejan a cada paso y la cama de uno de los niños se rompió de la nada el otro día; a veces hay fantasmas que juegan a cambiar la tele y suben el volumen hasta que un tímpano se destruye, a veces la comida está cruda y a veces la lechuga tiene gusanos entre sus hojas, a veces la noche está fría y nublada pero casi siempre se ven las estrellas en esta ciudad. Huele a remolacha en la lejanía y el futuro está en medio de la carretera, se puede correr descalza por la calle e ignorar a los borrachos simpáticos, que no dejan vidrios ni pistolas en las veredas.
Hay lágrimas por un pasillo y la llave del baño no deja de gotear, el sonido del reloj es una melodía permanente, pero hay wifi y las plantas están bien regadas. Se escucha una ranchera gritar como si la vida se le fuera en ello, pero es mejor no poner canciones de comunistas hediondos porque no tienen sentido, acá en el país del final del mundo, en la tierra encantadora, en la región de la fruta dulce y el clima mala onda: donde las prostitutas están en la esquina del colegio católico, donde un niño se suicidó y el otro tomó venganza; acá donde nunca pasa nada, la madre está desapareciendo, pero la familia está gorda y tienen muchas tarjetas de crédito, y comen carne tres veces a la semana y sushi a la menos una vez al mes.
Una cama huele alcohol y las otras apestan a sueños, a delirio, a auxilio, a plegarias y a una mentira que gira y gira hasta desaparecer camuflada en una canción melancólica a las tres de la mañana, en un juramento vano de guerra contra los párpados cerrados y el descanso del cuerpo por los siglos de los siglos amén.
Hay lágrimas por un pasillo y la llave del baño no deja de gotear, el sonido del reloj es una melodía permanente, pero hay wifi y las plantas están bien regadas. Se escucha una ranchera gritar como si la vida se le fuera en ello, pero es mejor no poner canciones de comunistas hediondos porque no tienen sentido, acá en el país del final del mundo, en la tierra encantadora, en la región de la fruta dulce y el clima mala onda: donde las prostitutas están en la esquina del colegio católico, donde un niño se suicidó y el otro tomó venganza; acá donde nunca pasa nada, la madre está desapareciendo, pero la familia está gorda y tienen muchas tarjetas de crédito, y comen carne tres veces a la semana y sushi a la menos una vez al mes.
Una cama huele alcohol y las otras apestan a sueños, a delirio, a auxilio, a plegarias y a una mentira que gira y gira hasta desaparecer camuflada en una canción melancólica a las tres de la mañana, en un juramento vano de guerra contra los párpados cerrados y el descanso del cuerpo por los siglos de los siglos amén.
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