—¿Cree usted o alguien de su casa en el viejito pascuero?—Preguntaba con seriedad.
En la mayoría de las ocaciones le contestaban que—No, ¿por qué?—Hasta en las casas con pequeños retoños rebozantes de fantasías y mentiras empolvadas en cocaína mágica.
—¿Entonces me deja mandar una carta al polo norte a su nombre?—Y la miraban extraño después de la pregunta apresurada y, por qué no, sospechosa—No soy del FBI—Agregaba, solo por si acaso, y cuando notaba que la familia era muy conservadora añadía que iba a la iglesia los domingos o que estaba en contra del matrimonio homosexual, el aborto y todas esas cosas que deberían ser legales pero que, como buenos conservadores, alguna gente retiene testarudamente como las ganas de cagar en la casa de un viejo amigo de negocios.—¿Para qué?—Le devolvían la pelota, cortantes, desconfiados. Muy de moda todo.
—Mis niños sí creen.
—Ah.—Y cerraban la puerta asintiendo ausentemente, dándole a entender-ese era su idioma-que podía hacer lo que quisiera. A veces veía algo de lástima en sus ojos. Escupía en la puerta antes de seguir con la casa vecina.
El día de navidad, pasó por sus regalos vivienda por vivienda, rasguñando madera o haciendo tronar el metal con alguna piedra. A cambio de las miradas estupefactas, les regalaba una sonrisa podrida a cada uno de los elegantes señores muy civilizados; tan estirados que hasta sus casas les imitaban, dándoles el don del aire limpio y espacios verdes.
—Jo jo jo—Decía alegre, mientras se arrastraba hasta su madriguera luego de un día bastante productivo, o tal vez sería su pulgar del pie que se asomaba por la zandalia destartalada a rozar el pavimento caliente, a rostizarse. Si hubiera estado nevando, o sea, si fuera pobre allá en la USA, la sensación no hubiera sido diferente. Era un extraño consuelo—Cuchito, cuchito.
Sus niños llegaron al primer llamado y los que no, apenas abrieron las latas de jurel.
Ella, mientras tanto, sentía que había hecho la estafa del siglo.
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¡¡la pintura es de Lucy Willis y el viejito pascuero de los gringos!!

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