Dos personas bailan junto al comedor, tienen los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. Se sienten felices. No son para el otro lo que quieren ser, ni son lo que el otro quiere; básicamente, se han equivocado gravemente de persona y de lugar. Pero, rayos, el paso lento y calmo se siente tan bien para ambos, que ninguno de los dos se atreve a parar la danza. Sin embargo, a medida que empiezan a mirarse, se va rompiendo el hechizo en el que se han ido sometiendo voluntariamente.
—No te muevas tanto, ella no lo haría.
—Tú deberías hablar más, como él lo haría.
—Ella no hablaría para nada.
—Él no diría esas palabras.
—Cualquiera te pediría que te calles luego de unos cuantos minutos.
—Es la primera vez que hablo en toda la tarde.
—Deberías mantenerte así.
—Bailas horrible en comparación a él.
—Mala suerte.
—Lo mismo digo.
Ya no están felices, pero siguen bailando, con los ojos abiertos.
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