domingo, 14 de julio de 2013

Egocentrismo.


De pronto el ser humano está muy consciente de todo este rollo medioambiental, de que ha dejado  algo más que su huella en un pequeño planeta llamado tierra y que no ha sido por algo como mera supervivencia. Un poco tarde se ha dado cuenta, podríamos decir. Juzgar.
Pero sería muy hijo de puta de nuestra parte, ¿no?, juzgarnos a nosotros mismos con nuestras cómodas y no tan cómodas leyes.
Ahí es cuando creo en dios, o algo así, pero se me olvida con frecuencia ese argumento.

Algo que está muy de moda últimamente es eso de adoptar perros de la calle, no me malinterprete usted querido lector, es una cuestión muy bonita, muy moralmente correcta, muy conciliador, una manda muy buena, una amnistía de las consecuencias gravitatorias de las acciones en un universo vengador, ¡buen trabajo!.

¿Pero se ha preguntado usted por qué lo hacen?
Yo creo, sinceramente, que cosa de semejanzas; no hay nada más parecido al hombre que un perro vago. Sobretodo uno que ha pertenecido a un hogar y luego ha sido abandonado.
Nos saltamos a Darwin y todo eso, no te llamaremos por hoy, querido.
O es que quizás el hombre ve algo de sí en casa cosa que se le cruza...o inventa para que se le cruce.

Debería ir más profundo en esta comparación, perros callejeros y humanos. Podría hacer una tesis de eso;  psicología, antropología, parafilias...muchas cosas con "ía", para que suene bonito y académico, como esos artículos que la gente suele creer.

Pero soy perezosa. Lanzaré cosas al azar, que puedan confundirse con una artística corriente de la consciencia. Me enfocaré en la esperanza de sus ojos, que se suele confundir con tristeza, cuando ven pasar a alguien junto  ellos. Le mueven la cola. Suspiran. Sacan la lengua. La acompañan con un jadeo amigable. Tal vez muestren su panza. Para que pasen indiferentes a su lado.
Esperanza que no puede apagarse a pesar de haber sido abandonados y tener un estómago vacío, a pesar de rebajarse al bandalismo inocente en barrios lujosos donde son sacados a patadas, aun cuando son echados de los sitios calientes por las mismas criaturas de las que esperan algo a cambio. Esa testarudez, esa determinación posterior a un corazón roto, esa esperanza ciega en el ciclo sin fin y el mítico concepto del amor que ellos no conocen como tal sino como un montón de entusiasmo al recibir caricias o la visita de una entidad permanentemente.

¿El punto de todo esto?
Que somos unos muertos de amor.
Lo necesitamos para vivir y todo eso. Incluso abandonados una y otra vez, o si volvemos a la calle, siempre buscamos un gesto, un sonido, un titubeo que nos haga mover el rabo de felicidad.

Oh, ¿qué pasó con la corriente de la consciencia prometida?
Se las debo.

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Si no es obvio, eso de allá arriba es un cráneo de un perro en comparación a uno humano.

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