miércoles, 22 de mayo de 2013

Madrugada del terror




La vida es una mierda.

Y todo ser vivo sobre la tierra lo sabe, incluso los tiernos animalillos del bosque encantado se deben enfrentar al final de sus tiernas vidas con su muerte-con el colorín colorado este cuento se ha acabado-y entonces caen en la cuenta de que nada sirvieron esos años-minutos, segundos, pestañeos infantiles repletos de lagañas a la hora de dormir-de brillante ternura, porque en vidas como esa no se pueden aprender las palabrotas necesarias para encarar el fin, la última página del libro, y pierden lo que al final es lo único que importa: el derecho a pataleo.

Es en este momento donde se siente genial ser humano, ¿no?

Sí, la vida es una mierda, lo sabes, lo sabemos. Pero hay días en que se hace notar de manera admirable, días que solo se amanecieron para refregarte en la cara que no entiendes ni sabes nada, noches enteras en que la luna te mira desde lo alto, lanzándote unos cuantos rayos de luz por compasión. A veces no hay luna.

El ser humano no solo tiene derecho a pataleo, también tiene la capacidad de viajar en el tiempo. Y en esos días en que la vida ser más insoportable que nunca, es cuando se decide retroceder a la infancia, sí, vivan los noventas, sí, que vuelva catdog, sí, los tazos, sí, kapo a cien, sí, sí, vivan los noventas, vivan los ochentas, vivan los setentas, viva alguien, cualquiera en nuestro lugar por un rato, solo un momento por favor.

Pero existen personas cuya infancia no fue placentera, infancias destruidas en el ceno de un hogar de altas paredes, de dragones rezongones, infancias que se pasan rápidamente mientras se juega a la escondida con el padre, jugando a trabajar con la madre, viendo quién aguanta más tiempo sin comer un trozo de pan duro, infancias oscuras a las que no se quiere regresar.

En todos nosotros hay una persona de esas, con un cerebro lleno de recuerdos a los que no quiere regresar, personas dentro de otras personas, huyendo, capas y capas de emociones y sensaciones, anestesie, vicodín, letras, letras, letras entre páginas y páginas que se van pasando como arena en un reloj. La vida es un reloj. La vida es una mierda.

Hay un niño asustado dentro de todos nosotros, un niño que no vivió los noventas, un niño que no vivió, un niño que sabe de la vida y guarda su derecho a reclamo como lo más sagrado, aguantando en los corazones, en el lado oscuro de los corazones, donde la memoria se  confunde con la fantasía.

A veces el niño sale, sale invitado con unas copas de alcohol, con un grito brusco, con un portazo repleto de rabia contenida, con palabras hirientes y voz gangosa, con sollozos de madre, ahogados, tímidos, con sonrisas y promesas de futuro, con un temblor trémulo a la luz piadosa de la naturaleza, con lágrimas obesas, sobrealimentadas con la imaginación de los malos finales y de villanos terroríficos de la realidad, el niño sale un momento, a besar el suelo mientras oculta su cabeza entre sus piernas, a suspirar trabajosamente por un minuto, el niño sale a protegernos de nuestros antiguos demonios a los que ya está acostumbrados, el niño sale a revivir los delirios de hace décadas, donde somos un superhéroe que salva a mamá de los gritos sin sentidos-un superhéroe porque nos metieron en la cabeza que un hombre grande podía ser vencido solo por otro hombre grande y que las princesas deben ser rescatadas por príncipes azules y sapos bien verdes-de los balbuceos y el mal aliento del alcohol que se mezcla o se confunde con el perfume de una mujer que no somos nosotras, porque no usamos ese tipo de perfume. Sale a recordarnos lo que fuimos, lo que seremos al enfrentarnos a la muerte; niños desvalidos que han juntado la suficiente cantidad de palabras para insultarla, para desenmascarar el engaño, porque cuando la vida se hace pasar por la muerte al aburrirse del juego, sobrepasa la astucia, nos cree tontos y de madera, nos cree niños que puede amantar y luego tirar al vacío sosteniéndonos del meñique, cree que puede darnos todo y luego quitarlo, cree que nos puede dar nada y luego sentirse benevolente al cortar nuestros cuellos.

Pero el niño sale, resignado sale, con su cajita de lápices de colores sale, y trata de ocultar el negro, pero allí está.

Y la vida es una mierda.

Pero el niño sale, en las noches, madrugadas, días de terror sale, cuando al tiempo se le ocurre follar con la vida y hacen una ronda de recuerdos sudorosos sale, cantando una nana sale, dándote una abrazo sale, tratando de comprender sale, intentando consolar a mamá sale, llorando sale.

Y tú no sabes cómo recibirlo.




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