viernes, 26 de abril de 2013

Empatía

Supermimo es un mimo como cualquiera, pero súper, y suele hacer cosas súper diariamente.

Se instala todas las mañanas con su carpa para uno, en la esquina de dos calles cuyos nombres no combinan ni deberían colindar en el territorio de las cifras, así como tampoco lo hacen las caras de las personas que suelen pasar junto a su hogar; múltiples e irrepetibles, todas mostrando un grado de incomodidad al caminar junto a él y las mímicas fosilizadas en su cuerpo; apartan las caras con miedo, temiendo ver algo que no deberían, como su carpa, o esa caja de cartón en la que se ha metido tantas veces para resguardar su maquillaje de la lluvia.

Supermimo trabaja en el anonimato público de una capa de colores baratos en el rostro y un conocimiento regional de su verdadera identidad. Él no sirve para fingir ser otra persona. Ser un héroe es duro.

Tan duro como el golpe de ese fortachón que siempre toma la micro en su territorio. Ese día parecía ir más apurado de lo normal, angustiado, sumido en una nube de expresiones que solo llamaban la atención de la muerte y sus patrones tenebrosos. Él como buen héroe, no se podía quedar ahí, disfrutando como si nada de su mimo-café cortado para uno, y  tratando de devolverle algo de vida al hombre, se propuso seguirlo y hacer lo suyo. Ya saben, esas cosas súper que se suele hacer en esos casos. Y el tipo, al verse ridiculizado siendo imitado por ese delgado esqueleto de tonos blancos y negros, con esa expresión de sorpresa que solo le causaba repugnancia, le pegó un puñetazo. Se subió maldiciendo al transporte habitual, pero con una sonrisa luego de descargarse.

Supermimo ha triunfado otra vez.

Toma la tristeza que se le ha quedado pegada al cuerpo y la que se derramó en el asfalto. La arruga lo más que puede y lo echa a una cajita que solo él puede ver.

Es el mejor superpoder que pudo haber deseado.



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