jueves, 14 de febrero de 2013

Ven, ven, gatito, gatito


Nuestra vecina es la cosa más extraña del mundo, a pesar de vivir en una casa familiar, de cuatro habitaciones, nunca la he visto en compañía de otro ser que no sea su gato. Nunca, ni cuando era un niño.

Odio los gatos y tengo un perro,  no nos podremos llevar bien, nunca en la vida. Además, detesto su apariencia, enfermiza, la manera en que se tiñe el pelo blanco hasta que le queda semejante al de mi abuela, el tamaño exagerado de sus uñas que me producen escalofríos cuando toca la puerta para pedirle uno que otro favor a mi mamá, la forma en que se echa sobre el concreto de su patio a leer libros de la lista de “los  más vendidos”  que salen los domingos en los diarios, su ropa de múltiples colores  que contrasta penosamente con su piel pálida, tan pálida, que puedo ver las diminutas marcas de sus poros desde una gran distancia. Su gato es como ella, blanco, inmaculadamente blanco, con un cascabel que anuncia sus paseos y enloquecen a Zeus, mi pastor alemán, caza palomas y las deja en la ventana de mi pieza. Le reclamo constantemente, y con las mismas palabras:

“Esto es tu culpa,eres descuidada” Agitando las palomas en su cara, deseando que se le pegue alguna infección, la dueña ríe estrepitosamente y dice con su desagradable voz ronca.

“Es un regalo” Y entra corriendo a su casa, ubicada dos más allá de la mía.

No parece estudiar, no tiene la apariencia de hacerlo, pero puede llegar a desaparecer varios días para después volver cargada de bolsas de comida, ropa y más libros de mala calidad, lo que más detesto son sus libros de mala calidad. Con lo caros que son, podría comprar algunos mejores… los míos por ejemplo… aunque  claro, hay un pequeño detalle, aún no publico ninguno.

Tal vez debería llegar a la lista de los más vendidos para que me preste la atención que su  asquerosa persona despierta en mí, hacerla sufrir con mis relatos. De verdad la detesto ¿Cuántos personajes había inventado basándome en su vulgar apariencia? ¿Cuántas noches y días se gastaron mientras miraba desde mi escritorio, por la ventana al horizonte de la calle, esperando pacientemente el destello de sus canas artificiales? Ese sentimiento rastrero, pariente del odio, se olía en mis ojos, en el tic nervioso que había desarrollado con el lápiz, los trazos que se desataban inocentes cuando escuchaba el cascabel de… ¿cómo se llama su gato?, y entonces, después de un trance inexplicable, miraba la hoja antes vacía  y posada en el, su mirada fija en mí, ¡Cuántas veces había botado a la basura su retrato fresco, en medio del terror que me ocasionaban esos arranques de locura!

La odio, porque yo no elegí esto ni lo que hago cuando me atrapan sus colores, ¡estoy hechizado!, y como nadie cree en estas situaciones no hay quien me ayude ni comprenda. Estoy embrujado y mi única distracción son las afiebradas palabras que escribo en las noches y las ojeras que me producen  esos delirios. Sueño con el cascabel, atado a su cuello níveo, sueño con las palomas destrozadas, ella viste sus plumas, las ata a sus cabellos y ropajes.

Esa es mi vecina, le gustan los gatos y yo los odio. Tiene uno con nombre egipcio, como el de ella, y son inseparables la mayoría del tiempo, no de la forma en que una niña carga un oso de peluche para todas partes, sino que es el felino el que la sigue, a donde quiera que va, es su sombra y cuando lo oigo en el tejado puedo oler en el aire el perfume de la mujer. Es imposible que ella esté en el techo  y haga tan poco ruido, ¿y por qué estaría en el techo?, ¿cómo?, pero el animal le pertenece al diablo y tiene su misma esencia, parece que viene solo a desvelarme, a refregar su cercanía con el demonio en mis narices, entonces me levanto y escribo hasta que las palabras se confunden con las del sueño. En donde sigo escribiendo.

Su gato es como una extensión de ella, entonces, ¿qué hace aquí?

Pueden existir miles de gatos blancos en el mundo, pero yo reconocería el de ella donde fuera, porque tenía ese olor a azufre que compartía con su dueña, ese dulzor ardiente que te quema la nariz cuando te acercas demasiado o más de lo que ella te permite, tiene esa gracia al moverse, más enervante que cualquiera y esa gigantesca campana en el cuello, redonda e irritante, que parecía burlarse del silencio, lo tomaba, lo besaba y lo hacía trizas, interrumpiendo mi descanso y la cordura de las palabras, recordándome lo mucho que odio a esa mujer, la dueña del gato.

Pero ahí está, lo más probable es que ella ame a su gato, pero el gato está aquí, en pleno andén del metro, y no la veo en las cercanías, la gente apurada lo ignora y él está lamiéndose con paciencia. La estación está a años luz de nuestro calmado pasaje.

¿Qué debo hacer?

¿No estará la locura apoderándose de mis sentidos?

Debería preguntarle a una buena persona que me confirme la existencia del animal. Alguien que esté cuerdo.

-Disculpe señor

-Voy apurado

-Señora, ¿puede usted decirme…?

-No tengo dinero

-Ey, tú, niño

-Aléjese de mi hijo

No hay nadie que le tenga compasión a un corazón enfermo. Las personas siguen amontonándose en los bordes del andén con la promesa que los vagones de los extremos irán más vacíos.

Miro a la criatura, él me devuelve el gesto, me agacho.

-Ven, ven, gatito, gatito.

Hago un ruido casi inaudible juntando mi dedo corazón e índice con el pulgar, frotándolos entre sí. El animal me mira con interés. Me siento tonto y un poco desleal con Zeus. Agachado, me voy acercando lentamente a él, me mira y yo grito.

Tiene los ojos rojos, como la sangre.

La gente se da vuelta por mi reacción, me levanto nervioso y apunto al animal para que alguien comprenda mi estupor, pero todos se habían alejado de mí para cuando pude recuperar el control de mi cerebro y señalar al gato realmente, en esta dimensión. El cascabel suena y él con su pelaje reluciente comienza a moverse en mi dirección, me quedo detenido en mi posición hasta que siento su cuerpo paseándose por mis piernas, pidiendo cariño. Dejo escapar la respiración asustada, me inclino y lo levanto, lo acaricio, le tomo la cabeza para ver esos pozos de sangre: dan miedo y te parecen hermosos de todas maneras, una de mis manos en su cuello, leo la placa. Tiene escrito la dirección de ella. Es su gato y yo lo sabía pero, ¿qué hace aquí?

A nadie parece molestarle que me suba al metro con el animal, ni si quiera parece llamar su atención los ojos de este. El gato está tranquilo, ronronea y mueve su cola lentamente, al menos así no puedo escuchar su cascabel. Nos bajamos cinco estaciones más allá, tomo un taxi, pago mil quinientos pesos y el conductor se hace cargo de llevarnos hasta la calle en donde vivo. Me bajo sin darle las gracias, él arranca a penas azoto la puerta, camino hasta la casa de la chica deseando que lleve esa falda vaporosa de color verde manzana. Noto mis pensamientos, lleno de sangre mi imagen de ella y la hago sufrir en mi cerebro como ella a mí en la cotidianidad, dejo que se retuerza y confiese el verdadero color de su cabello, la hago llorar y luego la consuelo, beso sus manos y me arrepiento, le digo que en verdad la amo y me suicido, porque no debería decir mentiras, ¡son mentiras!, puras mentiras.  Ya muerto por dentro, estoy frente a su reja, más baja que el resto, podría cruzarla si hago un esfuerzo, cualquiera podría, recojo una piedra y la hago chocar contra el metal, para que ella me escuche y me muestre su rostro a través de la ventana y luego salga por la puerta principal, entonces moriré de nuevo, ¿cuántas veces he muerto?, ¿seré también un gato?

Como lo predicho, ella mira confundida por el cristal de la que debe ser su cocina, sonríe,  abre la puerta y se asoma.

-Ven, ven, gatito, gatito.-Dice y el gato salta de mis brazos para convertirse nuevamente en su sombra, ella no le presta atención, sus ojos están sobre los míos y los siento secarse, parpadeo varias veces.-Te estaba esperando- Se dirigía a mí ahora, ¿o desde el principio?

¿Y qué puedo contestarle?

-Entra-Me invita, es una orden, una orden del demonio, trago un poco de saliva y  me da la sensación de estar masticando vidrios, mis estómago se hace trizas, ¿moriré otra vez? ¡Cuánto la odio!

Pero ya estoy abriendo la reja, me distraigo un momento y ella está sujetando mi mano con la suya.

-Acompáñame.

Dentro de su casa apenas hay muebles, el sillón que un vecino había botado hace unos meses atrás y una televisión de tipo caja con una antena rota, las paredes blancas, miro hacia la cocina, solo alcanzo a ver el lavaplatos. Me conduce hasta el sillón, se sienta y me lleva con ella, no es necesario que use mucha fuerza, no me resisto como lo he soñado tantas veces, me apoyo en su pecho, siento mi cara arder de ira y deseo golpearla, levanto la mano para empujarla y termino acariciando su mejilla.

-Te estaba buscando-Susurra

-Eres mío- Vuelve a sisear de vez en cuando, a lo largo de la tarde que se estira y estira.

Me acaricia como si yo fuera la mascota y me siento adormilado, el corazón está al borde de un ataque y la odio, pero en silencio, mientras admiro la curva de su cuello en el nacimiento de su mentón bien cincelado.

-Te traje tu gato, estaba perdido.-Es la primera vez que digo algo coherente frente a ella, sin dejarme dominar por su presencia ni por mí mismo. Ella se ríe, se ríe encantadoramente, como una bruja.

-Yo no tengo gato

Reflexiono un momento, pero no llego a ninguna conclusión.

Sus ojos rojos brillan cuando me incorporo para verlos, un sudor frío recorre mi espina dorsal, siento deslizarse algo más por mis hombros, son sus manos. Sus ojos son rojos, rojos como la sangre y como los del gato que no tiene.

-Pa-palomas-Tartamudeo.

-Son un regalo

-¡Cascabel!-Estoy desesperado, grito y sus ojos dejan salir una diversión que no comprendo. Se abre la blusa  amarilla abotonada hasta el cuello, completamente, en su clavícula descansa la campana.

Me levanto definitivamente de su lado, mirando hacia todas partes con pánico, sé donde está la salida,  sé por donde entré a esta habitación, pero no encuentro la puerta, ni una ventana para saltar.

-Quédate-Me pide y yo vuelvo a su regazo gimiendo arrepentido, antes que su boca tenga que pronunciar otro ruego, dejo que mi cara se hunda en su esponjada falda color manzana, ella enreda sus dedos en mi cabello.- Escríbeme un poema.

Y me levanto nuevamente, esclavo, y comienzo a escribir en la pared, es lo más cercano y ardo en deseos de obedecerle, la tinta es roja, como sus ojos, como los ojos del gato que no tiene, roja como la sangre.

A lo lejos puedo escuchar los ladridos de Zeus, pero toda mi concentración es consumida por la respiración de esa mujer y por el color que llena mi muñeca, está bañando mi brazo, es lo más divino, siento salir mi angustia, ella sonríe, se acerca hasta mí, pero la siento más cerca cuando termino mi tarea.

Caigo al suelo agotado y no entiendo por qué, Zeus ladra y ella sonríe, sus ojos rojos, la pared roja, su cabello blanco, las paredes que solían ser blancas, como el gato que no tiene. Estoy cansado, pero alcanzo a comprender.

La amo.

Con ese pensamiento Zeus se calla en la lejanía y el rojo termina por cubrirme.

Ah, la dichosa libertad.

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