jueves, 14 de febrero de 2013

Ojo perdido


Hola.

Últimamente mis más cercanos se han hartado de esta historia, la he repetido tantas veces que se la saben de memoria, y me acarician la cabeza con compasión en cuanto comienzan los temblores y los tiritones que anuncian la llegada del discurso.

Ellos creen que solo es una historia.

El punto es que, ya sea por una genuina preocupación por mi estado mental, o por que se aburrieron de mi monólogo, me recomendaron venir acá y contarlo todo, porque confían en que nadie creerá lo que lee en este tipo de espacios, y yo estoy dispuesta a sacrificar los beneficios de la oralidad con tal de contar lo que se me amontona en la garganta, aun cuando lo ideal sería que sí me creyeran, porque el mensaje central de mi relato es una advertencia:

Cuiden sus ojos.

Extraño, ¿no?

Sobretodo porque no me refiero a cuidados del tipo fisiológicos; no vean mucha tele, usen unos buenos lentes de sol, no ocupen al cien por ciento el brillo de la pantalla del computador, no lean a oscuras… entre otros consejos. No, no soy oculista ni una machi de ojos. Soy solo una persona que pasó por una extraña experiencia.

Tienen que creerme.

Fue durante el mes de agosto del año pasado, crucé la calle con la luz roja del semáforo. Alguien sujetó de mi ropa y me empujó hacia atrás, me insultó y me exigió que tuviera cuidado. Yo por mi parte, estaba segura de haber visto la luz verde.

Reí en voz alta por mi  absoluta estupidez, le pedí disculpas al amable transeúnte. El semáforo cambió a verde. Crucé la calle con una precaución excesiva. Fue solo el comienzo.

La simple confusión entre algunos colores primarios se transformó en el traslado de formas sobre otras totalmente diferentes, mis amigos atribuyeron esto al cansancio, al chiste, a un enredo de la lengua, pero cada vez empeoraba más. Comencé a ver cosas que no debía, no de la manera en que un niño comienza a ver gente muerta y fantasmas en un película de terror, no, simplemente no debía ver esas cosas, una persona bañándose cuando entraba al colegio, un choque cuando trataba de prestar atención a la pizarra, un perro devorando la cabeza de un  niño cuando intentaba pedir un helado en la caja de algún local de comida rápida. Eran visiones rápidas y repentinas que me llevaron a la apresurada y excitante conclusión de que tal vez había adquirido el don de ver el futuro, entonces corría rápidamente al lugar que había aparecido en mi cerebro para comprobar mis teorías, pero no, no se trataba de eso.

Los choques contra las paredes, los gritos de terror en medio de la clase, las caídas de las escaleras, las lágrimas repentinas, se hacían cada vez más seguidas y las risas de los amigos se transformaron en miradas extrañadas. Le hablaron a los profesores y a mis padres, me llevaron al psicólogo y al psiquiatra; me dieron antidepresivos. Lo único que saqué en limpio de todo eso fue la útil técnica de quedarme callada, y lo hacía muy bien, aguantaba la ansiedad de esas visiones mordiéndome la lengua o pegándome cabezazos, me atormentaba por horas buscándoles una razón, o una utilidad. Nada.

Sin embargo, hubo un día en que no pude evitar gritar en medio de la clase, poniendo nervioso a mi profesor y compañeros que ya habían decidido ignorarme y rumorear sobre mi persona y mi supuesta locura. Se vieron obligados, por la etiqueta social, a preguntar qué me sucedía.

“No puedo ver nada por mi ojo derecho”

Me llevaron a la enfermería, comprobaron mis dichos, no podía ver nada por el ojo derecho, pero no se trataba de un diagnóstico que una enfermera pudiera hacer ni algo en lo cual el colegio deseaba involucrarse. Llamaron a mis padres, mi madre llegó a la escuela cabizbaja, previendo lo peor de mi parte. Me llevó al oculista llenándome de reclamos, que parara mis juegos, que pobre de mí si era mentira, que estaba leyendo mucho, que me quitaría el internet. El doctor solo confirmó mi ceguera, pero no pudo hallarle explicación a mi malestar. Simplemente se había ido mi capacidad de ver, ¿podría recuperarme? No, no sabía, porque no podía especificar la causa de la pérdida. Mamá me pidió perdón.

El ojo derecho era ahora opaco y fijo en un punto del cielo, fue el nuevo blanco de burlas en la clase y la fuente de historias cuya enseñanza era algo como “no debes mentir o quedarás ciego”. Tapaba mi ojo con mi cabello y cuando la incomodidad me superó, con un parche. Las visiones no pararon, al contrario, se multiplicaron, ahora siempre por el ojo derecho, más nítidas y terribles; pobreza, muerte, dolor, sangre, lágrimas por esa cuenca que se sentía totalmente vacía.

Y entonces comencé a ver cosas que sí podían llegar a ser parte de una película de terror: seres alados que parecían acercarse burlones, alas puntiagudas, escamosas  y oscuras, alas redondas, emplumadas y claras, parecían pelearse algo, el punto de vista que cambiaba a tirones, dolor en mi globo ocular, comezón, irritación. Fue solo entonces cuando comprendí, ¡me habían robado mis ojos!  Algo que no podía ver me lo había robado, un fantasma, un monstruo, un hada, ¿importaba?, me habían robado mi ojo y todo lo que veía a través de el, las extrañas visiones, eran las cosa que se reflejaban en el, lo que el vil  ladrón veía.

Lo sé. Suena muy descabellado, pero en ese momento todo tuvo sentido, al menos para mí. Hui de casa, solo para encontrar lo que me faltaba, para volver a ver completamente y dejar de presenciar esas fugaces escenas de violencia humana, cada vez más terribles. Vagué entre las calles de mi enorme ciudad buscando al ladrón, apenas veía un lugar familiar por mi ojo derecho corría rápidamente hasta la calle, edificio o plaza, sin embargo nunca llegaba a tiempo. Sobreviví a base de rudimentarios malabares en los semáforos que me permitían comer, me mojaba el pelo y lavaba en las gasolinerías, dormía con algún perro adorable que me acompañaba durante el día, dos veces me encontré con mis padres, amabas veces no me reconocieron.

¿Y cuánto tiempo pasó?

Ya no lo recuerdo.

A veces me olvidaba que ver gente muriendo, incendios o explosiones por mi ojo derecho era algo anormal y espeluznante, otras, recordaba repentinamente que estaba buscando algo. Simplemente me acostumbré a vivir como lo hacía, le había puesto nombre a la mitad de los animales de la ciudad, entre ellos perros y humanos, estos últimos gozaban creyendo que me ayudaban cuando me daban unas cuantas monedas o me regalaban un pedazo de pan duro. Prefería las sonrisas, las palabras de aliento (aunque estuvieran inducidas por un fervor religioso), o la música casual de algún hermano en la calle, porque me devolvían esa determinación, a veces totalmente enterrada, de recuperar mi ojo.

Repentinamente las micros aumentaron, y la gente en la calle también, y una estúpida ley que no comprendí barrió con los perros y los músicos de la calle, el dinero en el tarrito roto de café aumentó, pero las sonrisas disminuyeron y los semáforos se llenaron.

Me olvidé de mi ojo. Comencé a ver dolor y sufrimiento  por ambos. Claro, un choque se desarrollaba frente a mí, por mi ojo izquierdo, y por el otro alguien se suicidaba en lo que parecía París. A veces eran lo mismo.

Un día llegó hasta mí un niño en pañales se tela, llorando, con un séquito parecido a él, rubios y colorines, de perfil horrible y perfecto, alas pequeñas y regordetas, con un aura brillante y repugnante. Me pidieron disculpas entre gimoteos, que me devolverían mi ojo, que lo habían pedido prestado para conocer el mundo de los humanos, que habían desconfiado un poco de las maravillas que le contaba su dios, porque las risas que retrataban en sus cantos se habían convertido repentinamente en llantos, que ya no querían mi ojo, que el mundo era horrible, que no entendían a dios, que era un mentiroso y que ya no le cantarían. De alguna extraña manera los comprendí y los abracé compartiendo su dolor, intenté apretarlos a todos juntos contra mi pecho, pero eran demasiados y todos gritando. Me devolvieron mi ojo sin parar de sollozar y después echaron a andar en todas direcciones, desorientados y repentinamente asustados, parecían hormigas huyendo de una lupa y cuando la lupa los alcanzó, en vez de achicharrarse, se convirtieron en perros. De diferentes colores y aspectos, todos con una enfermedad distinta, tropezaron unos con otros y finalmente se separaron por diversos agujeros de la calle principal.

Yo recuperé la vista de mi ojo derecho. Y de pronto me encontré maloliente y adolorida en la mitad de la calle principal, sin entender cómo o porqué llegué allí.

Volví a mi casa, en donde me recibieron entre llantos y con copas de champaña. Había pasado un año desde que me había marchado. Cuando me preguntaron qué había sido de mí y cómo había recuperado la visión, la mente se me quedó en blanco. Otra vez doctores, psicólogos y oculistas. Nada extraño.

Volví al colegio después de dar un examen, que al parecer, buscaba comprobar si estaba loca. Hice nuevos amigos y todo incidente con bebés alados y ojos perdidos quedó en el olvido… Hasta un mes atrás.

Un perro me siguió hasta casa, era gris y pequeño, no lo espanté y le di un trozo de pan duro.

“Gracias” Murmuró y sonrió. Y los perros callejeros no sonríen, ¿en qué mundo lo hacen?

Me dio una fiebre terrible, y en ella lo recordé todo, las calles en donde había dormido, la gente que se había reído de mí al subir las escaleras, la música que antes se escuchaba en los paraderos solitarios. Todo. Lo recordé todo. Los ángeles que habían sido transformados en perros por una lupa gigante.

Acosé a mi familia y amigos con mi relato, que no debían matar a los perros, que había que cuidar los ojos para que los ángeles no se vieran tentados a quitárnoslos y pudieran seguir creyendo que éramos felices.

Ahora estoy con psicólogos, psiquiatras y oculistas nuevamente, porque ahora veo perros y ángeles por todas partes. Aún tengo amigos, pero si me dijeron que escribiera mi experiencia y la viniera a dejar acá, supongo que no puedo contar con ellos por mucho tiempo más.

Créame si quiere, o si no, no. Pero cuide sus ojos, me da tanta pena cuando esos niños lloran, si vienen al mundo creyendo que es tan bonito y terminan enojándose con dios y él también se enoja y los convierte en perros y nosotros los matamos. Es tan feo ese círculo (aunque todos los círculos son feos). Por último haga como que es un concejo de un oculista, a ese si le creen, ¿verdad?, es la magia de la ciencia, magia humana, y el humano solo cree en el humano, aunque se apuñale mil veces a sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario