jueves, 14 de febrero de 2013
Mendocinos
El día en que la conocí, había dejado por casualidad la puerta de la cocina abierta, la cual solía permanecer cerrada para evitar que la brisa primaveral llevara hasta mí el olor de la bilis azucarada que despedían los pasteles en la vitrina.
Soy pastelero, sin embargo, hubo un tiempo en que no me gustaban los pasteles. Odiaba los pasteles. Lo más parecido a las pesadillas eran los pasteles.
¿Por qué hacía pasteles entonces?
Negocio familiar: mi padre desde pequeño acunó el tierno sueño de convertir a los berlines, las medias luna y las coronas de nueces, reyes en las papilas gustativas Chilenas, donde los soberanos indiscutibles eran las sopaipillas, los completos de carrito y las empanadas, solo los calzones rotos y los dulces de fábricas eran bienvenidos de manera masiva y una pastelería que no vendiera pan se iba definitivamente a quiebra. El sueño había sufrido variadas metamorfosis a lo largo del tiempo, sobretodo gracias al cable, que mostraba a seductores cocineros haciendo de las suyas: ahora el hombre podía cocinar sin ser mal mirado, pero nadie reconocía el nombre de mi papá en el rubro y las sopaipillas seguían vendiéndose más rápido que las galletas de amapolas.
Cabe agregar que, como la vida es muy graciosa, mi papá no tenía talento alguno en la cocina dulce, todo lo que sabía hacer tenía sabor mediocre, pero a pesar de lo que pensaran, cada creación tenía todo un trabajo duro detrás: noches en vela practicando desde los doce años, la humillación en el colegio, el rechazo de las mujeres, las fletas de su padre, los lloriqueos de su madre, uf, muchas, muchas cosas. Y miren que yo salir con una habilidad nata para eso. Un chiste. Nos enteramos por casualidad, tenía un buen instinto para combinar sabores y las recetas que mi padre me había enseñado sin esperanza a temprana edad habían terminado en espléndidas fiestas de sabor en su boca.
Mi padre, al descubrir mi aparente don, trató de contagiarme de su amor hacia el arte de la pastelería con palizas, lágrimas y mimos hasta que terminó por convencerme que debía hacerlo porque sí. A penas salí de cuarto medio comencé a ayudar en “Venus” haciendo que la clientela aumentara, que la situación de la familia mejorara, incluso tuvimos que contratar más personal, aunque mi padre no me dejó renunciar en ningún momento. Él, fingiendo felicidad, se fue al exilio en la caja registradora, mi madre era quien envolvía los pasteles y en época de fiesta contratábamos a las vecinas para que le ayudaran en su labor.
Llevaba toda mi existencia viviendo entre pasteles y cuatro viviendo de ellos cuando llegué a un punto crítico donde no soportaba su olor ni su sabor, entraba a la cocina y me dopaba de imaginación mientras dejaba que mis manos realizaran automáticamente su trabajo, nublaba mis sentidos y hacía de cada procedimiento una experiencia extrasensorial y mística que los ayudantes observaban como todo un acontecimiento. Cuando metían los pasteles al horno me ponía un poco de pasta de zapatos en la nariz para evitar como podía el olor, y contra sus reclamos, siempre mantenía la puerta de la cocina cerrada, para no ver a los clientes ni a mi padre vegetando frente a la caja registradora y el televisor de quince pulgadas sobre la mesa, pero sobre todas las cosas, para que la leve ventisca que se levantaba cuando abrían la puerta de doble sentido no me trajera el olor de los asquerosos pasteles recién hechos, su esencia era más fuerte que los que nacían en el horno debido al sistema de calefacción de las vitrinas. Cuando su aroma llegaba a mi nariz, entonces no podía seguir trabajando, primero las nauseas, luego el hastío y finalmente el ataque de diarrea y vómitos que duraban hasta cuarenta y ocho horas.
Pero el día en que la conocí, había dejado por casualidad la puerta de la cocina abierta, era primavera y a las ocho de la mañana, cuando las masas blancuzcas aún no eran echadas al horno, el único aroma que se sentía en el aire era el del smog y el de los motores de los autos que pasaban por el paradero ubicado frente a la pastelería. Por eso me extrañó sentir un perfume dulzón en el aire, traté de encontrar su origen con la nariz, pero lo único con lo que me tropecé fue una mocosa, de unos veinte años o menos que miraba ceñuda la vitrina.
“No hay nada” Le dije a la niña que estaba visiblemente frustrada, ella no me tomó en cuenta, masculló algunos garabatos y salió de “Venus” sin más ceremonia. Suspiré de alivio al notar que el molesto aroma se alejaba con ella, pero más tarde me sorprendió caer en la cuenta que no estaba vomitando en el baño para empleados. Había soportado un aroma frutal sin que me llevara el diablo, es más, había quedado en mi cabeza, rondándola con suavidad como si se tratase de un buen recuerdo. Este pequeño hecho me hizo entrar en pánico, le di a todos los ayudantes el día libre para estar tranquilo, pero por mucha pasta de zapato que pusiera en mi cara, todo olía a ella, los cuchillos, las paredes, mi ropa, el piso, ¡todo!, y en medio de la desesperación me puse a llorar, porque esas cosas pasan solo cuando te encuentras a un alma conocida en el pasado o cuando suceden hechos escritos en tu sino.
La teoría del destino fue confirmada a las doce de ese mismo día, mientras chistaba contra el horno, escuché nuevamente su voz. La regla de la puerta cerrada había sido rota por segunda vez en el día, y por nadie más que el mismo personaje que la había impuesto. Mi padre se asustó al verme, la chica se puso a reír encantadoramente, yo sufrí un breve lapsus de lucidez en el cuál recordé que había estado tratando de quitarme su aroma de la cabeza poniéndome cosas apestosas en la cara. Entré rápidamente al baño, me lavé, cuando saló ella ya se había ido.
“¿Quién era?” Le pregunté a mi padre, él no parecía comprender al principio pero después una sonrisa llena de sorna, y al final la respuesta:
“Ni idea, no es clienta regular, viene de cuando en cuando. Parece que toma la micro acá afuera y si se atrasa pasa por un pastel”
“¿Qué se llevó?” Volví a interrogarlo con frustración, sin saber cuando volvería a verla, a olerla.
“Lo de siempre: un mendocino”
¿Cómo comprender lo que me movió aquella tarde a encerrarme en la cocina a preparar los dichosos mendocinos? Los hice una y otra vez, incluso me obligué a probarlos, tratando de hallar una fórmula invisible para mejorar la receta para cuando ella volviera, la chica que no tenía nombre ni identidad fija, solo un aroma dulce, que a pesar de eso, resultaba atractivo para mí. Mi padre se alegró con mi entusiasmo rápidamente, ocultaba una sonrisa pícara a la que daba rienda suelta cuando creía que yo no le veía, sin embargo, pasaron tres días y todo el trabajo recayó sobre los ayudantes porque lo único que yo deseaba preparar eran los pasteles que ella consumía.
Afortunadamente para mi padre, mi obsesión acabó el día cuatro desde que la había visto, mamá estaba enferma y no pudo ir al local a ayudarnos, aun así yo continuaba mis experimentos con el alfajor mientras él se ocupaba de entregar y cobrar por los productos, me extrañó de sobremanera cuando entró al baño y desde allí me ordenó que atendiera al cliente de afuera.
Como no tuve otra opción, le hice caso.
¿Qué cara habré hecho al ver a la mocosa allí, mirando atentamente la gran cantidad de mendocinos que yo me preocupaba de hacer todos los días?, carraspee nervioso, con la esperanza de que mi padre saliera del baño antes de tener que hablar, pero al mismo tiempo desee que el momento fuera eterno, congelarme con la imagen y el aroma de ella.
“¿Qué perfume usas?” Le pregunté sin querer, ella levantó sus ojos en mi dirección, color café oscuro como su cabello, su cara era rolliza pero encantadora, su piel saludable de un delicioso color trigueño.
“Ninguno realmente” Contestó sin importarle que mi pregunta no viniera al caso. “Están haciendo muchos de estos” Cada una de sus palabras se quedaban gravadas en mi mente, con su voz de tipo soprano que hasta hoy no he podido olvidar.
“Es una nueva receta” Me justifiqué, nervioso.
“¿Tú eres el cocinero? Siempre me atiende otra persona” La conversación fluía y yo me sentía decepcionado, realmente no quería escuchar su voz sino prestarle completa atención al azúcar de su presencia, a su figura danzarina, aun así le contestaba, cualquier cosa por mantenerla allí.
“Sí, mi padre está ocupado y mi madre enferma”
“Negocio familiar” Lo dijo con aburrimiento, volvió a mirar los pasteles “Dame uno de esos”
“¿Mendocinos?”
“Sí, lo que sea”
“Sí, lo que sea” había dicho ella, mandando a la cresta toda mi dedicación, pero “como sea” le entregué lo que me pidió sin decir nada más, ella pagó los cuatrocientos pesos y me dejó con las tenazas en las manos, no dijo adiós, ni gracias, abrió impacientemente el paquete en donde había envuelto el dulce y alcancé a ver que le daba una mascada antes de perderse por completo de mi campo visual.
Me quedé mirando la puerta por unos largos minutos, mi padre llegó a mi lado con una sonrisa victoriosa, pero se deshizo al ver mi cara. ¿Qué tenía mi cara? Debía ser lo suficientemente lamentable para posar su mano pesada en mi hombro. El pequeño favor estaba hecho, y antes de que llegara más gente al local, procedí a poner a trabajar a mi cerebro para lograr moverme de mi lugar, aunque fuera para dejar de mirar al vacío. Pero entonces ella volvió, no habían pasado ni diez minutos pero ella había vuelto, tenía el cabello alborotado y la cara roja.
“Dame otro” Dijo con urgencia.
Y se lo di. Sin decir nada, toda mi energía la ocupaba el corazón, bombeando tan fuerte que creí que se trataba de alguna enfermedad.
“Es lo más delicioso que he comido en la vida” Se llevó el alfajor rápidamente a la boca, sin pagarme si quiera, se lo comió al frente mío, a pesar de lo grande que ahora los hacía y cuando lo terminó me sonrió. Su sonrisa, era dulce, como su aroma. Si su olor era la primera cosa dulce que no me causaba nauseas, su sonrisa era la primera que me hacía sentir una inexplicable felicidad, tanto, que le devolví el gesto instantáneamente. Hurgó en su bolsillo hasta encontrar el dinero, me lo tendió.
“Te lo regalo” Le dije, mi padre se había ido a la cocina, solo estábamos nosotros. Ella me miró con incredulidad, lo pensó un rato y dejó el dinero sobre la mesa de la cajera, ahora vacía.
“Adiós” Se despidió levantando una mano con entusiasmo, su brazo envuelto en un ligero chaleco color café y su mano con sus delgados dedos se convirtieron en la tercera cosa dulce que me gustaba. Tanto, que se me hizo agua la boca. No alcancé a responderle, ya se había ido.
Volví a la cocina sin pensar ya en los mendocinos sino en los otros pasteles. ¿Si un día venía y quería otra cosa y no estaba lo suficientemente buena? Todos estuvieron encantados con mi repentina dedicación, ya no rechistaba ni llegaba de mal humor al trabajo, la pasta de zapatos quedó a un lado y me vi inmerso en el perfeccionamiento de cada uno de los pasteles del local, incluso nacieron nuevas recetas en el camino. ¿Había visitado la tienda durante ese tiempo? ¿Quién sabe?, me conformaba con la sola idea de pensar en que tal vez, quizá, por casualidad o destino, sí.
“Es lo más delicioso que he comido en mi vida” rubores y satisfacción, combustible para seguir.
La siguiente vez que la vi, fue ella quien me buscó, entró a la cocina sorprendiéndome en medio de la preparación de una torta de frutillas que me habían pedido, apreté la manga de merengue con fuerza y el pastel quedó hecho un desastre sin que eso me importara.
“¿Eres un mago?” Preguntó desde la puerta, mis padres la miraban sorprendidos, sin saber qué hacer realmente.
“No” Le respondí como me hubiera hecho una pregunta coherente.
“Todo los dulces que cocinas son deliciosos” Volvió a hablar “A veces pienso que no está mal sentirse triste si puedo pasar a comprar un pastel acá” Entró en la habitación cerrando la puerta. Sin conocer mi malestar.
Venía a comprar dulces cuando estaba triste. Tal revelación, significó para mí un gran shock, que dio paso a la urgente necesidad de que se fuera.
“¿Me dices mago porque cuando comes mis dulces ya no te sientes triste?” Quise confirmar.
“Sí” Fue sincera.
“Entonces no quiero que vuelvas” Le pedí, le rogué, mientras me enderezaba.
¿Qué me llevaba a decirle eso? ¿No deseaba que estuviera triste y solo podía confirmar su felicidad si no volvía a este lugar? ¿No quería que insultara mi cocina?
Ella quedó mirándome sorprendida, frunció el ceño y se fue. Y ese debió ser el final de nuestra historia. Sin embargo yo quedé con la mente en sus palabras ponzoñosas por mucho tiempo, el odio hacia las cosas dulces volvió con fuerza y varias veces me escapaba al carro de completos del frente, donde la gente comía alegre, no como los dulces, buscados para satisfacer la inestabilidad sentimental del ciudadano común.
“No, entre su hijo y yo nunca hubo nada” Era su voz dulce y triste la que escuché levemente un día de ocio en la cocina, salí por un impulso, sin saber muy bien cuáles eran mis razones. Ella paseaba su vista por la vitrina y los diferentes pasteles.
Oh.
Ella en sí era un pastel, su vestido color rosa era una especie de envoltura de crema chantillí, su boina color roja: una guinda, su aroma seguía tan irresistible como siempre, era el recuerdo de que lo dulce no estaba tan mal.
“Hola”
“Hola”
“Cocinas tan delicioso como siempre”
“¿Estás triste?”
“Hoy no”
“¿Entonces?”
“Vine a decir adiós, gracias por consolarme todo este tiempo, al fin me iré de Santiago”
“¿Felicidades?”
Mi padre se fue lentamente con mi madre a cualquier parte.
“Gracias”
Ella venía de un bonito lugar del sur, no lo dijo, pero me daba la sensación que debía ser del sur, y odiaba la ciudad. Ahora se iba, por eso estaba contenta.
“¿Me das unos cuantos mendocinos para el viaje?”
Seleccioné los que tenían más cubierta de chocolate. Los envolví en papel mantequilla, luego una bolsa y finalmente estiré la mano, rocé la suya en el acto.
“Te amo” Le dije, mientras le pasaba los dulces.
“ No seai hueón, lo que pasa es que te gusto porque gracias a mí amai más tu trabajo” Respondió riéndose. Pero igual se acercó y me dio un breve beso en los labios.
“¿Qué sabes tú?” Le pregunté picado.
“Se nota más que la cresta, siempre pasa, negocio familiar y te sientes poco original” Su olor me quedó en lo labios “Como en las películas, al final te gusta porque eres humano y masoquista y animal de costumbres” Fue un diagnóstico completo “Que estés muy bien”
Y se fue, los mendocinos bajo su brazo. No me los pagó. Pensé que iba a llorar, pero no. Quise llorar, pero no.
Su aroma seguía en la pastelería. Olisquee el aire buscando el lugar donde se sintiera con más fuerza para tal vez experimentar alguna emoción, un poco de dolor ameritaba el caso.
Ah
El olor nunca vino de ella sino de los mendocinos. Tomé uno y lo mordí, nada mal.
Siempre me acuerdo de ella, mi padre murió hace poco y mi madre ya no puede hacer de cajera, de eso se ocupan mis empleados. “Venus” tampoco es la misma , ni la única, ampliada tres veces y habiendo levantado muchas sedes alrededor del país, viajaba constantemente, sobretodo a las del sur, quizá en el fondo esperaba encontrármela.
Cuando murió papá, se llevó al horno crematorio un gran peso de mis hombros, porque ya no le estaba robando el sueño a nadie. Esa había sido su herencia y me sentía millonario.
Ella nunca volvió. Y eso estaba bien porque significaba que ella lo estaba, en algún lugar.
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