jueves, 14 de febrero de 2013

La sensación más incómoda del mundo.


¿Sabes cuál es la sensación más incómoda del mundo?

Perdón, sí, estoy exagerando.

¿Sabes cuál es una de las sensaciones más incómodas del mundo?

Ese extraño nudo en el estómago cuando estás sobre un transporte y tienes que dejar a alguien atrás mientras sonríes y dices adiós con la mano.

Un transporte, por ejemplo, un bus, un bus de dos pisos. En este momento me voy a otra ciudad y ella está allá abajo mirándome. Mis maletas están con las de otros pasajeros en el maletero y parece que me apresuré demasiado en subir, porque el tiempo pasa y el nudo se hace más grande a medida que paso más tiempo mirando su mano suspendida en el aire. Trato de ganar tiempo abrochándome el cinturón, ubicando el bolso de mano en un lugar en donde no estorbe; miro a los pasajeros, le doy una tímida sonrisa a mi compañero de puesto, él asiente con la cabeza sin ninguna ritualidad innecesaria. El bus ya debió haber partido ¿Por qué hace mi despedida más dura? Me llego a sentir ridícula, nuevamente miro por la ventana, ella ya se fue.

Oh, ¿eso fue todo?

Bueno, mejor.

Me relajo en mi asiento, lo acomodo a la altura que más me gusta, grados sin importancia que me permiten simular la posición que tomo en mi cama junto al netbook cuando voy a escribir. Saco el netbook. No sé qué escribir, aunque si no lo tuviera a mano vendrían las mejores ideas. Suspiro. El bus se mueve, el ronroneo del motor es primero molesto y luego un susurro al que ya me acostumbré, sale del terminal, busco su silueta entre la gente amontonada que despide a todas las personas que incómodas devuelven el saludo desde el vehículo. Nadie llora. ¿Quién lloraría en estos casos? Yo probablemente, por eso el nudo, por eso el alivio de que esa persona ya se haya marchado a casa sin alargar más la agonía del líquido de mi cuerpo, esmerado en permanecer dentro de mí. Todos a lo suyo, un leve murmullo se levanta al interior del bus y me doy cuenta que el asiento que ella compró seguramente da al sol, da igual.

El bus espera a que el semáforo cambie a verde, más allá León Bustos y después la carretera, tras una torre de altura en la cuál se lee “Linares”. Por casualidad miro el pie del semáforo y ella está allí, agitando su mano contenta con una sonrisa que casi me grita: “Mira lo que hice”, orgullosa de causar un estremecimiento en mi estómago. Fue un mes bonito, sin nada en especial,  con todo lo que me gusta; la cocina a tope, las noches y  las mañanas frías, los árboles desnudos, mi hermano diciendo tonterías desde el computador y esas comidas que nadie puede clonar.

“Mira lo que hice” me  sigue diciendo ese brazo mientras es agitado con insistencia, si me bajara del transporte ella estaría cruzando la calle. Odio las despedidas, y los saludos, prefiero que las cosas simplemente permanezcan en el tiempo. Aunque al final de cuentas el “tiempo” son solo saludos y despedidas a los cuales ya me acostumbré.

No puedo llorar en público. No lo he hecho desde que salí del colegio, no es tanto tiempo de todos modos, pero preferiría no hacerlo, nadie llora en esta especie de despedidas: en las cuales estás segura de volver a ver a esa persona que te despide. Entonces, ¿por qué me agacho con la escusa de buscar la bebida, solo para distraerme de su imagen?

Me enderezo y el semáforo ya cambió, nos movemos otra vez y en mi arrepentimiento ejecuto una verdadera contorsión para tratar de verla desde la distancia, pero el vidrio no me lo permite, ya se acabó, esa fue nuestra despedida. Sé que no es eterna y que la volveré a ver, me alegro que ya haya acabado ese extraño sentimiento de incomodidad que me embargaba. Pero ya vamos entrando en la carretera, a una velocidad de 65 kilómetros por hora y me pregunto, ¿por qué duró tan poco?

Tal vez no sea masoquista pero debo admitir que tengo la potencia para llegar a serlo, siempre es así cuando se trata de mí. Todos gritarán “crece” y yo seguiré jugando a ser un niño, un niño caprichoso, el tipo de niños que odio. Cada vez que me voy de Linares, mi ciudad, se me forma un nudo en la garganta porque detesto crecer, tengo miedo de cambiar, de envejecer, de que las personas de las cuales me despido, al volverlas a ver, ya no sean las mismas.

Esa persona que me despide no tiene por qué ser mi novio, solo debe ser alguien que quiero para hacerme sentir insegura en mi partida, el día de hoy es mi madre. Tan orgullosa de su hija que estudia en la capital.  Pero pudo ser cualquiera. Cualquiera puede cambiar repentinamente, cualquiera puede crecer, cualquiera puede morir o nacer en el instante en que el conductor empieza la marcha.

Es el mismo pánico que siento cuando vuelvo a la ciudad y plantaron un nuevo árbol.

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