jueves, 14 de febrero de 2013

Asiento por medio.


Hace unas horas me pregunté por qué cuando hay una persona sentada en una de esas hileras de banquitos pegados (como los del metro), inconscientemente, no nos sentamos en el que se ubica al lado del ocupado, sino en  el siguiente. Evitando cualquier contacto casual que pudiera producirse con el hermano, y damos un suspiro antes de notar que no hay otra opción que sentarse junto a ese desconocido, como si todos estuviéramos enfermos de distintas cosas y al estar en contacto con otra gente pudiéramos contagiarnos con otro virus, desconocido.
Yo también me incluyo entre este grupo de personas asustadas de sí mismos. Yo sobretodo.
Quizá llegamos a un estado de hastío con respecto a nuestra humanidad y estamos hartos de nosotros mismos, quizá tenemos tantos problemas que tememos a que otro nos contagie los de él, nos convertimos en imperfectas  máquinas de hierro a prueba de empatía, a excepción de los casos que la sociedad nos exige: donde sonreímos mientras echamos una moneda en una alcancía a cambio de una estíquer en la solapa, cuando nos regalan una pulsera conmemorativa, cuando se nos ocurre ir a construir casas para conocer el norte, el sur, más personas que tengan nuestra misma carátula, como dos gemelos separados al nacer: la carátula del miedo al ser social sumido en un sueño forzado,  mecanismo máximo contra el vértigo humano ante la comunidad que nos rodea.
Nos sentamos asiento por medio porque somos supersticiosos, aún, y creemos que los problemas se pegan por ósmosis.
Todo eso lo pensé ayer, mientras me sentía absurdamente incómoda cuando mi hombro rozaba el de esa mujer, sentada al lado mío, ¡tonterías!, porque cuando me subo al metro no hay parte de mí que quede libre del mar de personas apuradas. Supongo que se debe a que nosotras, las dos mujeres que ayer estábamos sentadas codo a codo debido a la casualidad (mi cansancio y la elección entre el asiento vacío que estaba al lado de ella o de un niño escuchando música sin audífonos) estábamos ridículamente conscientes de la incomodidad de la otra, nos tratábamos de mirar para conocernos y entonces ese sistema de defensa se levantaba y tiraba peso en nuestros cuerpos y mentes, obligándonos a retroceder y estirarnos hacia la dirección contraria a la calidez de la otra. Como si el ser humano no mereciera sentir el calor del hermano que nace de la misma manera que nosotros, del hermano que después se convertirá en polvo como tú y se fundirán en el abono de la generación siguiente como yo.
Pero eso fue ayer y hoy me sentía dispuesta a bajar trabajosa barrera que se levantaba con o sin mi permiso. Vi los bancos y en ellos pendía una solitaria alma con su cáscara pegada a los huesos, era un chico y llevaba unos audífonos bien grandes. Más protección contra el exterior. Me senté ruidosamente a su lado. Lo miré fijamente hasta que él pudo sentirlo, me devolvió la mirada, le sonreí. Él hizo una mueca del tamaño de la odisea y se levantó andando a paso rápido.
Y en el fondo, me alegré.
Me puse mis audífonos, y fin del tema. Solo somos humanos después de todo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario