Tal vez, si las mujeres hubiéramos nacido libres en la historia de las personas, habrían ciudades enteras bajo tierra; en la entrada una campana de carne y nervio, al fondo una caverna llena de cuartos y en cada uno de ellos miles de pensamientos guardados sin llave. Afuera, por las ventanas del techo, el cielo más arriba pero las nubes más abajo; olor a pasto y tierra, niños jugando a predecir el clima con las narices, en cada casa un telescopio.
O quizás no, pero en serio, ¿a quién se le ocurrió apilar piedras en vez de cavar?
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