sábado, 11 de octubre de 2014

Televisión Satelital

La fiesta de los dioses Cornelis Van Poelenburgh
Los novatos (los santos) se reunieron un día a ver todos juntos qué era de sus fieles. Fue una tarde que les brindaba un panorama muy especial: el día de San Sebastián.  Rápidamente comenzaron las apuestas, cuántas y cuáles mandas hacían, las leían en voz alta y se atragandaban a carcajadas ; que cuántos de arrastraban cuesta abajo por la colina de tierra, piedra y vidrio de noches de delirio olvidadas; cuánta sangre les robaría la mendiga pachamama, que asomaba sus manos para acariciar los cascos de los caballos y los pies descalzos, heridos; cuántos morirían, atropellados por la estampida de gente, animales y borrachos. ¿Qué apostaban?, lo único que tenían: fieles, si perdían, los pequeños se transformaban en seguidores del Santo que ganaba; el papa Juan Pablo II fue muy popular a un escaso año de su canonización, y es que era el mejor apostador que habían tenido en un tiempo.
Otras actividades del día: entrenan sus poderes de plástico en pequeños milagros como matar a una persona, hacer que un perro pierda sus sentidos, enviar unas cuantas plagas y tormentas, inventar enfermedades. Aprender dar dones era muy aburrido.
A veces se asomaban y les daba la sensación de que esa mujer que miraba hacia el cielo con los ojos llorosos sabía cosas que nadie allá debía enterarse (el castigo para quienes dejaran escapar algún secreto era una semana cuidando de los dioses ancianos y sus historias apestosas y de mal aliento), entonces, parecía que les palpitaba el corazón y la lluvia les mojaba las mejillas. El procedimiento para estas ocaciones es dejar que la persona de turno encuentre un trébol de cuatro hojas.

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